sábado, 16 de octubre de 2004

Doña Asunta
















Doña Asunta tiene 60 años y unas manos el doble de grandes que las mías. Es quechua, pero nos entendemos en español. Cuando nos saludamos estamos a 4.300 metros de altura, y cae un sol de justicia. Las nueve de la mañana y el cielo es de un azul milenario. No hay nubes, ni se anuncian en la lejanía. Pero si uno mira a las alturas hay hilos de polvo que salen del Monstruo. Los malos humos del Cerro rico de Potosí.

Doña Asunta lleva 20 años trabajando al lado de la mina de Paillaviri. Son los mismos años que hace que su marido murió en las entrañas del Monstruo, en los túneles de la montaña. Tiene seis hijos y una mirada de bronce. Su cara es puro surco, arada por el sol y el frío andino.

Doña Asunta se deja preguntar y sonríe. Sabe que traigo algo para ella. Le digo que Roberto, un antiguo minero, me ha dicho que viniera a visitarla. Saco el tabaco de liar y me pide uno. Se lo lío con cariño. También le ofrezco una bolsa de hoja de coca. Los dos la necesitamos. Cuesta respirar. Akulliku. Akulliku. Akulliku.


Doña Asunta es una palliri. De las entrañas del Monstruo se pierden o se caen por desidia bloques de roca que los mineros han escarbado de su estómago. Todo aquello que no acaba en los camiones, lo recogen las palliris, generalmente mamitas mayores. Ya casi no queda plata, pero el Cerro Rico sigue dando estaño, zinc, plomo. Las cifras que me da Doña Asunta concuerdan con las de Roberto o la FEDECOMIN (agrupa a las cooperativas de mineros): entre 500 y 700 bolivianos (entre 55 y 80 euros en un cálculo ràpido) cada cuatro meses. Un festival, vamos.

Le pido permiso para fotografiarla y sonríe. Me muestra las hojas de coca, las guarda y extiende el brazo. De su palma aparecen conglomerados de minerales. Es su sueldo para hoy. "Foto" dice, y extiende más la mano. Sentada, mascando coca con pausa, pidiéndole que le encendiera los cigarrillos, daba golpes con una maza sobre unos bloques que se rompían con facilidad. Sus manos expertas botaban o separaban con una rapidez alucinante lo que valía o no la pena.

Nos hemos contado la vida durante unas dos horas y era gracioso verla atenta cuando le explicaba cosas de España. Sólo me ha hecho una pregunta: "¿ya marcha usted?" cuando recogía el equipo fotográfico y le estiraba la mano para saludarla. La despedida ha sido larga.

Cuando caminaba hacia la mina ha llegado un hombre que me ha dado dos gritos. No podía estar aquí. Le he dicho que estaba esperando una autorización de la FEDECOMIN para el lunes y que sólo había venido a charlar con las palliris. Silencio.

Tenía ganas de bajar hasta la ciudad caminando, pero los borrachos me ha desistido de ello. Es un mal minero como tantos, como la silicosis, los accidentes, o el hambre.

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