jueves, 21 de octubre de 2004

Potosí















Socavones, agujeros, pasillos irregulares en todos los ángulos posibles y picados a puro músculo, vetas olvidadas, precipicios, caminos cortados por derrumbes. Cavan hacia arriba, hacia abajo, hacia no sé sabe dónde, pero siempre buscando mineral. Cualquiera

Potosí y sus mineros.

Se calcula que murieron ocho millones de indígenas en la américa colonial en las minas del Cerro Rico de Potosí. Hoy siguen algunos de los hijos de los hijos de los hijos de aquellos. Tradición familiar, te dicen a veces. Putada del destino, digo yo.

Destino consiste en nacer en Potosí y ser hijo de minero.















La mayoría de las cooperativas son simples subterfugios para que un grupo de hombres (las mujeres se quedan en casa, por favor) se pongan a picar, a cavar, a dinamitar roca, a cargar carretillas, a sacar piedras en poleas medievales del interior de este Monstruo que parece no tener fin. ¿Qué apenas queda plata? Pues plomo, zinc, estaño, cobre... el mineral que sea porque, ¿qué será de los ocho mil mineros que se arrastran por su interior el día que el Cerro diga ¡basta!?

Cada socio de la cooperativa va a su aire, cavando aquí, explotando dinamita allá. Crean de la mina un dédalo que multiplica sus vías, se bifurcan, corren paralelas. No es extraño que los propios mineros se pierdan durante horas o días en su interior. No hay planos. Y eso, cada uno va a su aire. Para llegar a ser socio de la cooperativa debes trabajar un mínimo de ocho años como asistente, cobrando un salario diario de 30 bolivianos (unos 3 euros) por ocho horas enteritas de duro trabajo. Eso sí, los chasquiri (acompañante, generalmente menores de 15 años) cobran 15 bolivianos. Aquí se paga el músculo y la experiencia. Y eso siempre y cuando se dé con una ramificación de la veta. Puedes trabajar durante días por nada. De ese sueldo hay que descontar la parte que va a la cooperativa, los impuestos del estado, y el seguro que algunos -algunos- se hacen.

En la montaña que hizo rica a Europa, en el Cerro Rico, todos son pobres.


Aproximadamente cada año mueren más de un centenar de mineros en Potosí por accidentes. Otro medio centenar más por la llamada muerte tradicional del minero: la silicosis. Puro envenenamiento por el polvo y los ácidos que se traga en los socavones. Además hay que contar con la mala alimentación, pese al duro trabajo. Por culpa de los ácidos que hay en los túneles, por falta de aireación adecuada, no se puede comer nada. Les sentaría mal durante la digestión. ¿Solución? Mascar hoja de coca que hace olvidar el hambre. Eso sí, pueden beber. Agua y alcohol. Un alcohol de 95 grados, que para colmo se llama el buen gusto (industria boliviana) que algunos bajan con algo de agua y unos polvillos naranjas (parecidos al tang) para "darle algo de color". Y calor, imagino.



¿Por qué hay tantos mineros? Porque se gana más que trabajando por la noche haciendo pan, o cobrando tickets en los buses, o bendiendo refresquitos por la calle. Es mejor, evidentemente, ser minero.

miércoles, 20 de octubre de 2004

Ramiro


Ramiro tiene una cara peculiar y un bigote espeso que invitan hacerle preguntas.

Su historia es larga y dramática. Su abuelo era armenio. "Vino a Bolivia allá 1916 o así... la primera guerra mundial". Cuando le comenté que allá 1915 los turcos había masacrado a dos millones de armenios, contestó tranquilamente: "de eso sería pues".

Este minero tiene 35 años, aunque aparenta muchos más. Le falta la mano izquierda, perdida en una explosión hace dos años. Pero sigue picando.


Dijo algo que me gustó: "tengo 4 hijos, no quiero tener más y ninguno quiero que venga a la mina". Aquí los mineros prueban su bravura por el número de hijos. Y a eso puede ponerle remedio... Otra cosa muy diferentes es si podrá parar la rueda de la historia, la tradición familiar, la putada del destino. La esperanza de vida de un minero es de 40/45 años. ¿Qué harán los hijos de Ramiro cuando él no esté y tengan 12, 13, 14 años? Porque no es nada extraño cruzarte a niños por el interior del monstruo.

sábado, 16 de octubre de 2004

Doña Asunta
















Doña Asunta tiene 60 años y unas manos el doble de grandes que las mías. Es quechua, pero nos entendemos en español. Cuando nos saludamos estamos a 4.300 metros de altura, y cae un sol de justicia. Las nueve de la mañana y el cielo es de un azul milenario. No hay nubes, ni se anuncian en la lejanía. Pero si uno mira a las alturas hay hilos de polvo que salen del Monstruo. Los malos humos del Cerro rico de Potosí.

Doña Asunta lleva 20 años trabajando al lado de la mina de Paillaviri. Son los mismos años que hace que su marido murió en las entrañas del Monstruo, en los túneles de la montaña. Tiene seis hijos y una mirada de bronce. Su cara es puro surco, arada por el sol y el frío andino.

Doña Asunta se deja preguntar y sonríe. Sabe que traigo algo para ella. Le digo que Roberto, un antiguo minero, me ha dicho que viniera a visitarla. Saco el tabaco de liar y me pide uno. Se lo lío con cariño. También le ofrezco una bolsa de hoja de coca. Los dos la necesitamos. Cuesta respirar. Akulliku. Akulliku. Akulliku.


Doña Asunta es una palliri. De las entrañas del Monstruo se pierden o se caen por desidia bloques de roca que los mineros han escarbado de su estómago. Todo aquello que no acaba en los camiones, lo recogen las palliris, generalmente mamitas mayores. Ya casi no queda plata, pero el Cerro Rico sigue dando estaño, zinc, plomo. Las cifras que me da Doña Asunta concuerdan con las de Roberto o la FEDECOMIN (agrupa a las cooperativas de mineros): entre 500 y 700 bolivianos (entre 55 y 80 euros en un cálculo ràpido) cada cuatro meses. Un festival, vamos.

Le pido permiso para fotografiarla y sonríe. Me muestra las hojas de coca, las guarda y extiende el brazo. De su palma aparecen conglomerados de minerales. Es su sueldo para hoy. "Foto" dice, y extiende más la mano. Sentada, mascando coca con pausa, pidiéndole que le encendiera los cigarrillos, daba golpes con una maza sobre unos bloques que se rompían con facilidad. Sus manos expertas botaban o separaban con una rapidez alucinante lo que valía o no la pena.

Nos hemos contado la vida durante unas dos horas y era gracioso verla atenta cuando le explicaba cosas de España. Sólo me ha hecho una pregunta: "¿ya marcha usted?" cuando recogía el equipo fotográfico y le estiraba la mano para saludarla. La despedida ha sido larga.

Cuando caminaba hacia la mina ha llegado un hombre que me ha dado dos gritos. No podía estar aquí. Le he dicho que estaba esperando una autorización de la FEDECOMIN para el lunes y que sólo había venido a charlar con las palliris. Silencio.

Tenía ganas de bajar hasta la ciudad caminando, pero los borrachos me ha desistido de ello. Es un mal minero como tantos, como la silicosis, los accidentes, o el hambre.